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La danzarina de Gonga Sha

El viajero, después de una larga y penosa travesía por el desierto, llegó a la perdida ciudad de Gonga Sha, antiguo cruce de caravanas, ahora desviadas hacía otras rutas. La ciudad, construida con adobe, semejaba en la lejanía a un inmenso castillo de arena desmoronado. Sabía por los porteadores que en aquel lugar reinaban el hambre, el caos y la miseria y, sin embargo, el viajero ansioso de aventura y emociones nuevas, no vaciló en internarse por el laberinto de callejuelas oscuras y malolientes.
Cansado y hambriento preguntó, a un hombre cubierto de harapos y sentado bajo el quicio de una puerta, por una posada, éste, sin decir palabra, sacó su esquelético brazo y señaló hacia una casa con la fachada pintada de azul.
El posadero le recibió con amables palabras de bienvenida y le hizo pasar a una estancia con divanes repletos de cojines y mesas de palisandro taraceadas con marfil e iluminada con candelabros de plata y multitud de velas colocadas sobre bandejas de bronce. “El señor deseará comer algo antes de acostarse, le preguntó el posadero, mi hija Meerut le traerá un plato delicioso, cocinado por ella misma”.
El viajero pensó que había tenido mucha suerte de haber encontrado aquella posada cuya lujosa y acogedora decoración interior contrastaba con la pobreza exterior. Al poco rato apareció una muchacha envuelta en un velo blanco y portando un recipiente humeante.
El viajero comenzó a devorar la carne con avidez. Verdaderamente estaba exquisita; tenía un sabor extraño, levemente dulzón y era muy tierna, tanto que se deshacía en la boca. Dedujo que podía tratarse de cerdo, pero lo desechó ya que el cerdo estaba prohibido para los musulmanes, pero no importaba, sea lo que fuere, hacía tiempo que no había probado nada igual.
Meerut, después de servirle un vino color ámbar de bouquet afrutado en una copa de alabastro, se despojó del velo, que dejó al descubierto su espalda y su vientre, e inició una danza al son de la música, un tanto misteriosa, de una flauta.
Aquella muchacha de ojos oscuros y de sonrisa enigmática dirigía su cadera con movimientos ondulantes y sinuosos semejante a los de una serpiente, la cabellera rizada y larga mas allá de la cintura marcaba el ritmo como un suave péndulo y el cinturón, forrado de diminutos cascabeles, recordaba, en cada movimiento, al inquietante sonido de la cobra.
A medida que él vaciaba su copa de vino la muchacha aceleraba el ritmo, hasta convertirse en un giro, al principio cadencioso, los brazos alzados al cielo, la cabeza ladeada, luego mas acelerado, que el viajero, hipnotizado, no podía dejar de contemplar.
Comenzó a invadirle una extraña y dulce embriaguez; a pesar de todo no se le escapó que aquella danza tenía mucho de rito religioso, pues la muchacha, envuelta ya en un giro vertiginoso, parecía que había entrado en trance; su rostro pálido como la muerte, los ojos en blanco. El viajero miró su copa vacía y, antes de que se le desprendiera de la mano, comprendió. Poco después de que la danzarina cayera al suelo presa de una especie de extraño paroxismo, sintió que dos pares de brazos le recogían y le trasportaban a una habitación contigua.
La última imagen del viajero, antes de perder la conciencia, fue la de una rústica cocina, el rojo resplandor de un fuego de chimenea y un hombre afilando unos cuchillos.

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